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- TIERRA DE MAPUCHES
Es
julio, pleno invierno a orillas del lago Huechulafquen, allí donde vive la
gente de la comunidad mapuche de Raquithue. De espaldas a la puerta de su casa,
doña Rufina se sienta frente al witral y teje un chaleco con lana de oveja, sus
manos rugosas trabajando el telar mientras los viejos hacen la siesta como
todas las tardes. Teje y teje, en silencio y sin respiros, hasta que la última
claridad del día va desapareciendo por la ventana. Entonces, ya con la noche
encima, se sienta a la mesa y piensa que el tiempo está cambiando, que ya no
nieva tanto como antes, cuando su abuelo cargaba la leña y los cueros en el
carro con ruedas de lapacho para llevarla a Zapala en esos viajes que demoraban
tres meses, a veces más. Había que ir despacio, muy despacio, paleando el barro
que se hacía espeso, cinchando con tres o cuatro yuntas de bueyes y durmiendo
arriba del carro, poniendo una lona en la noche para atajar el viento. Y cuando
se llegaba a Zapala se cambiaban la leña y los cueros por yerba, por harina y
por víveres, todo en el almacén de un gringo medio inglés y medio sueco que
decían tenía una fortuna enterrada en algún lado cerca de Chos Malal. Así fue eso
de los viajes hasta que mejoraron los caminos, hace como cincuenta años, justo
cuando empezó a cambiar el clima y a nevar menos.
Los
Raquithue son una de las casi cuarenta comunidades mapuches que habitan en
Neuquén. Según los últimos censos, en toda la provincia hay unas 50 mil
personas con sangre mapuche, pero doña Rufina no cree mucho en esos números
porque a ella le han dicho que los datos no son muy confiables, que hay más
mapuches que los que dice el gobierno. Ella, como muchos de los suyos, duda de
lo que digan los huincas, los blancos descendidos de los conquistadores
españoles, porque durante largo tiempo los discriminaron, porque aún hoy hay
algunos que siguen refiriéndose a ellos como indios vagos. Con lágrimas en los
ojos, recuerda cuando su padre le compraba alpargatas para ir a la escuela,
porque así los otros chicos no la marginaban. Después, cuando volvía de las
clases, dejaba las alpargatas y se ponía los rústicos y deformados tamangos, hechos
de cuero y tientos, para cuidar el calzado nuevo hasta el otro día. Eso ya no
es así ahora, por suerte, pero tampoco pasó hace tanto, piensa doña Rufina con
lógico recelo.
El lonko y la flor
A la hora de
cenar, sobre la mesa enmantelada con un trapo atacado de lavandina, doña Rufina sirve una tortilla de rescoldo preparada de
pan de harina de trigo en cenizas calientes. Todos comen con ganas, en especial
don Juan Cañicul, un hombre de rostro de pergamino que es el más anciano de
quienes forman parte de la comunidad Raquithue. Tiene 108 años y fue de los
primeros en asentarse en las orillas del lago Huechulaufquen junto con otros
mapuches que venían desde Chile, cruzando la cordillera. En esa época también
se instalaron en la zona otras familias, algunas en el lago Paimún, otras casi
a los pies del volcán Lanín, entre bosques de coihues y notros. Hoy en día, un
siglo y varias generaciones más tarde, son siete las comunidades mapuches que
pueblan el área, todas ellas pertenecientes a la Confederación Mapuche Neuquina
que nuclea a todos los grupos rurales
reconocidos que posee esta etnia en la provincia. Ordenadas bajo una normativa
común, cada una de estas comunidades posee una autoridad llamada Lonko que es
elegida cada dos años en el Trahun, una reunión comunitaria de raíces
ancestrales. Gustavo Agüero, el lonko de los Raquithue, también come en la mesa
servida por doña Rufina, disfruta de la tortilla y acompaña la cena con un
queso cordillerano y un vino tinto de una bodega de la localidad de Añelo, el
mejor de la provincia según repite varias veces. Pese a ser joven, la aspereza
de su voz recuerda el tono de un hombre mayor.
En
el centro del mantel desteñido, en un vaso lleno de agua hasta su mitad, una
flor decora la mesa. Es una mutisia, un hermoso clavel del campo que esa mañana
alguien llevó hasta la casa. Una leyenda mapuche precede al origen de esa
hermosa flor a la que Neuquén ha transformado en un símbolo provincial. Según
narra la mitología aborigen, en la zona del volcán Lanín vivían hace mucho
tiempo dos tribus irreconciliablemente enfrentadas por un rencor común. Entre
tanto odio, nació en forma imprevista el amor entre el hijo del cacique de una
de las tribus y la hija del cacique de la otra, puro e insensato, como son los
amores. A escondidas, ambos se amaban por las noches, sabiendo que lo suyo era
algo imposible, algo prohibido. Una de esas noches, la más aciaga según la leyenda,
la hechicera de una de las tribus enemigas fue sorprendida por el graznido de
un pun triuque, un chimango nocturno portador de malos presagios. Alertada por
el pájaro agorero, la hechicera miró a su alrededor y descubrió, entre la
maleza cercana, a la pareja de enamorados enredada en su pasión. El horror se
dibujó en su cara y presurosa informó al cacique del amor prohibido e
imposible, quien ordenó la captura de ambos jóvenes y los condenó a muerte, con
el consentimiento del cacique enemigo. Esa misma noche y atados a un árbol, los
dos enamorados fueron masacrados por miembros de ambas tribus con lanzas y
machetes, la sangre de los inocentes regando las laderas del Lanín. A la mañana
siguiente, en el sitio mismo del suplicio, junto a los cuerpos despedazados, la
hechicera encontró que habían nacido unas flores de pétalos anaranjados que
nunca nadie había visto. Quiñilhue, gritó la hechicera, nombre con el que llamó
a esa flor redentora que luego los huincas, los blancos, conocerían como
Mutisia. En la mesa de Doña Rufina, el recuerdo de ese milagro asoma en el vaso
medio lleno.
Tras
el vino de la cena, Gustavo Agüero saluda a Don Juan Cañicul con su voz áspera
y se levanta de la mesa. Aún sentado en su silla, el viejo centenario parece no
escucharlo, ya sumido en un sueño del que posiblemente no despierte hasta
mañana. Es hora de volver a casa, dice el lonko, que vive en Junín de los
Andes, a unos treinta kilómetros del lago Huechulaufquen. Antes, en las épocas
del abuelo de Doña Rufina, cuando aún nevaba mucho en la zona del Lanín, se
tardaban hasta tres días en llegar hasta esa ciudad, una escala impostergable
en el largo viaje en carreta a Zapala. Hoy, Gustavo Agüero llegará a Junín de
los Andes en media hora. En la comodidad de su auto, a salvo del frío por el
calor de la calefacción, tal vez recuerde que alguna vez él también tuvo que
usar alpargatas en la escuela para no sentirse marginado. Y entonces pensará,
mezcla de orgullo y alivio, que por suerte eso no pasa más.