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- Pioneros del Futalaufquen
A Don
Rodolfo le gusta extraviarse en el laberinto de las memorias. Sentado en una
silla que mira a una de las muchas ventanas de la vieja casa, se hunde en las
nostalgias con una pasión casi incontrolable y resucita recuerdos con minuciosa
precisión. “Mi abuelo llegó aquí en 1888 cuando no había nadie, ni indios ni
cristianos. Era chileno y después de andar un rato por la zona se instaló
definitivamente cerca de la Laguna Larga, donde levantó una casa de barro, con
cañas plantadas en el suelo, como se hacían las casas de antes cuando no había
más material que el que se encontraba en el bosque y en el monte”, dice Don
Rodolfo como si hubiera algo de leyenda en su relato. La voz es áspera, el tono
cadencioso.
Rodolfo
Eleazar Tardón es nieto de Ricardo Tardón, el primer poblador de la región del
lago Futalaufquen. Aquí, en este lugar del oeste chubutense muy cercano a la
ciudad de Esquel, se encuentra ahora el Parque Nacional Los Alerces, que se
creara en 1937 con el objetivo de proteger los bosques de alerces, un árbol
característico de la flora andino patagónica que tiene la capacidad de vivir
por varios milenios. Según se cuenta, Ricardo Tardón había nacido en la ciudad
chilena de Concepción en 1868 y teniendo sólo catorce años cruzó la cordillera
con poco y nada, apenas lo puesto y una maleta medio vacía, sin cerraduras, en
la que su madre le había guardado algunas cosas. Fatigando rumbos, orillando
cañadones, llegó hasta Bahía Blanca y trabajó en una hacienda de un estanciero
bonaerense. Después, cansado de tanto ganado ajeno, atravesó la árida meseta
hacia el sur y llegó hasta un sitio en donde los bosques se confundían con un
lago al que los mapuches bautizaron Futalaufquen, que en su lengua quiere decir
lago grande. Y allí se quedó, echó raíces, armó su precaria vivienda de
adobe y tuvo trece hijos, once de ellos nacidos de su unión con Tránsito
Rosales y los otros dos de un breve matrimonio con una mujer que se llamaba
Caneo. Para cuando el gobierno argentino decidió convertir aquellas tierras en
Parque Nacional, Ricardo Tardón llevaba casi cincuenta años en el lugar y el
ganado que cuidaba no era ajeno sino propio. Sin embargo, el largo tiempo a
orillas del Futalaufquen no le sirvió como pergamino y la negociación con las
autoridades nacionales terminó obligándolo a dejar el lugar en el que había
vivido por medio siglo. “La gente que mandaron para hacerse cargo del nuevo
parque nacional le exigió a mi abuelo que pagara todo lo que debía de pastajes
atrasados, que era una enormidad. Y mi abuelo, que había llegado a tener cuatro
mil vacas, se negó a darles la plata que le pedían y decidió pegarse la vuelta
para Chile, después de tantos años de sacrificio. En el camino a su tierra
natal lo sorprendió la muerte en el lago Yelcho, cuando se dio vuelta la lancha
en la que viajaba y se ahogó con otras siete personas. Y ahí mi padre, al que
habían bautizado Ricardo Segundo Tardón y que era el mayor de los hijos varones
de Doña Tránsito, se hizo cargo de la hacienda y vendió casi todos los animales
para pagar el pastaje atrasado y poder quedarse así en la zona del Futalaufquen”,
rememora con cierta pena Don Rodolfo. Mientras habla, uno de sus tres perros se
acurruca junto a un asiento de madera bajo el que un par de botas se secan al
calor de unos leños encendidos. Esa mañana ha llovido mucho y el cuero está aún
muy húmedo.
Pagada la
deuda de los pastajes, Ricardo Segundo y sus hermanos reconstruyeron su vida en
las tierras del nuevo parque nacional. Su madre también se había ido y hubo que
aprender a hacer de todo para mantener a la familia, se trabajaba en el campo
de sol a sol y de tanto en tanto se iba a Esquel a caballo, tres horas a
galope, para comprar azúcar, yerba, harina y algunas cositas más. “Cuando hubo
que vender la hacienda para pagar los pastajes, mi padre tenía varias hermanas
que aún eran muy chicas, como Nieves y Umenia, que no tenían ni cinco años en
ese tiempo. Había otra hermana muy pequeña, Paulina, que murió de chiquita y quedó
enterrada cerca de la casa, en un terrenito que se cercó con madera de alerce.
Ahí, después, enterraron a dos familiares más y a un chico de apellido Vidal,
al que lo habían sepultado fuera del cerco y no se sabía bien donde estaban sus
huesos, por eso uno siempre andaba con mucho respeto por ese lugar, por si se
estaba pisando la tumba del pobre Vidal. Era un lugar de fantasmas”, recuerda
Don Rodolfo, que entrecierra los ojos para evitar que lo desborde la claridad
que entra por la mayor de las ventanas de la casa. Afuera, la tarde se ha
despejado y el sol pega de lleno en las laderas de las montañas más cercanas.
“Esta casa es la misma que levantara mi abuelo cuando llegó acá. Mi padre la
arregló toda, le volteó el adobe y la hizo toda de material, más firme, más
duradera. Yo vivo acá desde siempre y creo que me voy a morir también acá,
porque acá está toda mi historia”, señala Don Rodolfo, la mano acariciando una
foto de su padre, ya anciano. Junto al fuego, las botas parecen haberse secado.
Teodoro y
Rosa
En esa misma
casa donde vive Don Rodolfo, en los tiempos del adobe del pionero Ricardo
Tardón, solía alojarse de tanto en tanto Teodoro Coronado, otro chileno que
había llegado a la zona del Futalaufquen en 1906. Cerca de un mallín del río
Rivadavia tenía una casa con techo de juncos, una esposa llamada Rosa, tres
hijos que luego serían cuatro y unos quinientos animales entre terneros,
caballos, yeguas, cabras y ovejas. Cuando Teodoro Coronado tenía que vender alguno
de sus animales, debía llevar la tropa hasta Esquel y solía parar en el camino
en lo del viejo Tardón, donde pasaba la noche y compartía mates amargos con su
vecino del bosque. Los que conocieron a aquel chileno lo recuerdan siempre
cordial y tranquilo, un revoltijo de simpatía y parsimonia que fue asesinado un
día de 1922 cuando volvía de llevar un arreo a través de la cordillera, justo
cuando su esposa Rosa estaba por dar a luz al cuarto de sus hijos. La mujer
tuvo a su bebé con la ayuda de una matrona del lugar que todos llamaban Doña
Concepción y murió unos pocos años después, agobiada por el peso de haber
quedado sola con varias bocas pequeñas que alimentar.
En medio del
luto, un hermano de la difunta Rosa se hizo cargo de la hacienda hasta que los
chicos se volvieron mayores y pudieron sobrevivir por sí solos. Había que hacer
de todo, había que arrear sin ayudas de nadie, porque no se tenían peones,
seguir yendo a Esquel para vender los animales y parar en lo de los Tardón en
el camino, traer las mercaderías en bote, en unas chatas muy chicas que en las
partes bajas del río se tiraban a caballo y que en los lugares más profundos se
llevaban remando muy fuerte, aguas arriba contra la corriente, suelen contar
los nietos de Teodoro Coronado que aún siguen viviendo allí, en la zona del
Futalaufquen. Eran tiempos duros, muy duros, en lo que no se podía flaquear
nunca, dicen los recuerdos de tonos épicos, como aquellos que relata Don
Rodolfo con la voz áspera.
El alemán
En la ciudad
de Esquel, a menos de cincuenta kilómetros del lago Futalaufquen, vive Federico
Braese. Su abuelo Heriberto fue también uno de los primeros pobladores de la
actual región del Parque Nacional Los Alerces. De origen alemán, Heriberto
Braese llegó a las orillas del brazo norte del Futalaufquen en los primeros
años de la década del veinte y se quedó allí para siempre, tanto que sus restos
están enterrados en la misma ribera en la que vivió, junto a los de su esposa
Norberta Garcés. “Mi abuelo se vino para Sudamérica en los tiempos de la
Primera Guerra Mundial. Era marino, había navegado hasta el Cabo de Hornos y terminó
trabajando en la zona de Cuyo en una mina de ónix para un ingeniero inglés.
Después, viajó a Chubut para arrear mulas de un esquelino de apellido Luque y
terminó instalándose en las márgenes del Futalaufquen”, cuenta Federico Braese,
quien es dueño de una de las chocolaterías más tradicionales de Esquel. Su
madre, Fátima, uno de los ocho hijos de Don Heriberto, abrió el negocio en
diciembre de 1976 junto a su hermana Inés. “El tema de los chocolates está en
la genética de los alemanes. Es como una cuestión de herencia cultural”, afirma
Federico, que busca en su archivo viejas fotos de su abuelo, las mira
detenidamente y repasa en voz alta los nombres de otros antiguos pobladores de
la zona, Don Rudescindo Rosales, los hermanos Mermoud, el francés Eugenio Le
Gauffre, el siempre señorial Juan Chayep al que le gustaba andar de capa y
sombrero. “Chayep tenía una escuela a la que iban todos los chicos de la zona.
Era un hombre muy sabio y también muy severo, que infundía un gran respeto en
sus alumnos. Los que estudiaron con él siempre lo recuerdan con cariño, porque
hizo mucho por todos los que vivían a las orillas del Futalaufquen”, relata
Federico Braese. Tras él, su madre Fátima asiente con la cabeza.
La tarde va
muriendo en Esquel. Y también se muere en la zona del parque Los Alerces, allá
donde Don Rodolfo tiene su casa repleta de añejas historias. Como siempre a la
hora del último sol, el nieto de Ricardo Tardón sale a caminar con sus perros
por una senda que rumbea hacia la cordillera. El camino zigzaguea entre árboles
y sube la ladera hasta perderse en medio del bosque. Cada vez me cuesta más
seguir esta huella, cada vez estoy más lento, piensa Don Rodolfo mientras los
perros lo rodean felices, moviendo sus colas en forma frenética. En el cielo,
el atardecer de rojo intenso le hace recordar un incendio que creía ya olvidado,
las llamas enormes devorando ramas y hojas del monte. Cuando al fin el sol se
oculte tras las montañas, cuando al fin vaya llegando la noche, desandando el
sendero zigzagueante con sus perros fieles, Don Rodolfo volverá a ese viejo hogar
que su abuelo hiciera de adobe y en el que algún día pretende morir.