Por una escalera en espiral llega hasta lo más alto del faro, desde donde puede verse casi toda la entrada al Estrecho de Magallanes. El sol sesgado de la mañana exalta la geografía, enciende de tonos amarillos las costas que orillan esas aguas tempestuosas en donde cientos de barcos han naufragado a lo largo de los siglos. Mientras mira el mar, José recuerda haber soñado hacia el alba, apenas antes de despertarse, con cuatro o cinco carabelas de mástiles altos y velas blancas infladas por el viento. Decenas de veces le han contado que ese Estrecho fue descubierto hace casi quinientos años por el marino portugués Hernando de Magallanes, por lo que sospecha que las naves de su sueño sean tal vez las de aquel lejano descubrimiento. La historia refiere que el navegante europeo llegó hasta esas aguas el 21 de octubre de 1521, el día de las once mil vírgenes según la mitología católica, por lo que se decidió bautizar con el nombre de Cabo Vírgenes al tramo de tierras que se adentraba en el mar justo a la entrada del Estrecho. Allí, en ese lugar inhóspito, se fundó poco tiempo después la colonia de Nombre de Jesús, que fuera la primera población española en suelo patagónico y cuyos habitantes perecieran casi en su totalidad por el hambre y el abandono. Según detallan ciertos relatos con tono a leyenda, apenas uno de aquellos pobladores logró ser rescatado con vida de la tragedia. Sin embargo, tras ser embarcado en una nave inglesa para ser regresado a Europa, el sobreviviente murió imprevistamente en alta mar llevándose consigo las únicas memorias de la infausta colonia.
Desvanecido el recuerdo del sueño de las carabelas, José mira una vez más al océano y baja sin premuras las escaleras del faro. En servicio desde abril de 1904, ese faro de 26 metros de alto marca la última presencia argentina en territorio continental. Allí, en el Cabo Vírgenes, las cartografías ubican el punto más austral del suelo continental de la Argentina ya que más hacia el sur, atravesando el Estrecho de Magallanes, el país extiende sus dominios sólo a nivel insular, ocupando la parte oriental del archipiélago de Tierra del Fuego. Por eso, en ese lugar tan distante en donde los patriotismos siempre se agigantan, José se siente un inconmovible centinela de la soberanía.

Rutas y pingüinos
José Alfonso es uno de los seis fareros del Cabo Vírgenes. Nacido en Misiones, hace dos años que trabaja aquí y alterna con sus compañeros turnos de 21 días ininterrumpidos en los que realiza regulares tareas de balizamiento, velando por las lámparas del faro que siempre se encienden al caer la noche y se apagan inevitablemente en el amanecer. Hoy en día son pocos los barcos que navegan el Estrecho de Magallanes, esencialmente buques petroleros que van y vienen desde las plataformas instaladas en la región. Para ellos, la luz del faro resulta esencial en las horas de oscuridad ya que las fuertes corrientes hacen muy difícil maniobrar las embarcaciones en la boca magallánica.
Por un sendero pedregoso, José baja de la colina sobre la que se levanta el faro. En una casa de paredes blancas lo espera un mate que acaba de servirle el Cabo Altamirano, su compañero de tareas en las tres semanas que dura su turno en Cabo Vírgenes. Ya ha tomado uno al despertarse, bien amargo y cimarrón como siempre le han gustado, pero no viene mal disfrutar de otro más a media mañana. Además, hace ya un par de días que el viento viene soplando duro y se complica mucho andar por afuera, más aún cuando hace frío y las ráfagas parecen cortarle la cara a uno. El invierno viene llegando y nada puede evitarlo.
Orillando la colina sobre la que se levanta el faro, un cartel blanco indica el comienzo de un largo camino de ripio que se extiende hacia el norte. La señal, iluminada de lleno por el sol, marca el kilómetro 0 de la Ruta Nacional 40, la más legendaria de las carreteras argentinas que recorre el país de sur a norte, más de cinco mil kilómetros desde Cabo Vírgenes hasta la ciudad jujeña de La Quiaca, en la frontera misma con Bolivia. Junto al cartel blanco, como si de una postal se tratara, se sacan fotos tres turistas recién llegados en una camioneta gris. Aseguran venir de Río Gallegos, la capital de Santa Cruz, según le cuentan a José, que ha dejado su mate y enfrentado el viento para ver qué lleva al terceto de visitantes hasta allí. Quisimos ver si aún quedaban pingüinos en la zona, le dice uno de ellos al farero. Lamentablemente para los turistas, los pingüinos magallánicos de la colonia que se asienta en las cercanías de Cabo Vírgenes ya han emigrado en su totalidad y el asentamiento no volverá a formarse sino hasta los últimos días de septiembre, cuando los primeros ejemplares comiencen a llegar a las costas del Estrecho para poner sus huevos e incubar las crías. Después, entre octubre y noviembre, el arribo de pingüinos se hará incesante y, ya en el inicio del verano, la colonia llegará a tener alrededor de 100 mil individuos, número que la convierte en una de las mayores de Sudamérica. Jurando volver para esa época, los tres turistas de las fotos regresan a Río Gallegos por el mismo ripio que los llevó hasta el Cabo.

Mientras ve a la camioneta alejarse por la Ruta 40, José regresa al mate amargo que ya se ha enfriado. El viento empieza a aflojar de a poco y el Cabo Altamirano le dice que para la tarde podrán terminar de armar un cerco que comenzaran a entablar una semana atrás. Sin prestarle atención a su compañero, el misionero calienta la pava y mira a través de una ventana. Allá, sobre la colina, el viejo faro le recuerda otro sueño, el de un hombre de rostro anónimo oteando el horizonte de un sitio remoto. Debe ser un centinela como yo, piensa José con cierto orgullo. Y, entrecerrando los ojos, vuelve a disfrutar de su amargo.


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