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- Historias de trovadoras
Hacía dos semanas que Luz Elena
había cumplido quince años cuando decidió que quería ser cantora. Ella lo
recuerda bien porque ese día su abuela Dorotea le regaló su primera guitarra,
hecha con madera de tilo y cuerdas de alambre. La vieja Dorotea solía cantar
tonaditas y cuecas en las fiestas de su pueblo, un caserío al que habían
bautizado Buta Ranquil y que por ese entonces no tenía más de cien o doscientos
habitantes. Hoy allí viven casi mil quinientas personas y Luz Elena hace rato
que heredó de su abuela el gusto de cantar frente a la gente en las fiestas
populares, no sólo en las de Buta Ranquil sino también en otras de lugares
vecinos como Barrancas, Chos Malal, Andacollo, Varvarco y Malargüe. Me encanta
andar de aquí para allá con mi voz y mi guitarra, dice Luz Elena mientras empieza
a cebar un mate cimarrón, bien amargo como le gusta a ella.
La tradición de las cantoras
está muy arraigada en la cultura cordillerana del norte neuquino y el sur
mendocino. Su origen se remonta a la llegada de los españoles al sur del
continente americano, conquistadores que trajeron consigo la costumbre de las
viejas trovadoras medievales que iban de pueblo en pueblo cantándole al amor
cortés con voces muy melodiosas que solían acompañar con el sonar de flautines,
tamboriles, laúdes o pequeñas arpas. Aunque no lo sepa, Luz Elena tiene algo de
aquellas trovadoras antiguas que la precedieron en eso del arte del cantar
popular. Como su abuela Dorotea, lleva una pasión adentro que no puede explicar
con palabras y se pone feliz cuando la muchedumbre la escucha fascinada, cuando
los arrieros que la oyen le dicen que parece una calandria. Un sorbo profundo de
su mate amargo le sirve para recordar la primera fiesta en la que cantó, una
celebración del 9 de julio en la que había como trescientas personas, entre
ellas su padre, un chileno maduro y muy apuesto que compensaba con su
incontrolable energía los veintipico de años que le llevaba a su esposa. Ese
día, como es habitual entre las cantoras, Luz Elena se disculpó por su mala voz
al terminar su tonada, pero la gente la premió con un aplauso que le puso la
piel de gallina. Después se abrazó con su padre y con una mujer que sería la
que le enseñaría un poco a afinar, una anciana que se llamaba María y andaba
siempre descalza con un bastón astillado que apenas le servía para sostener su
andar lento y lastimero. Unos años más tarde, la vieja se murió sin darse
cuenta en medio de una siesta vespertina de la que nunca despertó.
Letras de la tierra
El norte neuquino y el sur
mendocino son tierras de arrieros, de vida dura en las montañas en donde el
invierno hace crujir los huesos y el viento sopla como un demonio enojado. Nunca
ajenas a esa realidad salpicada de sacrificios, las cantoras le cantan en sus
letras a los largos arreos, a las privaciones en las noches en las que no hay
nada para comer, a alguna muerte en la cordillera o a las tormentas de nieve
que despeñan a los chivos por los barrancos. Y también a los amores, a la
alegría de un nacimiento o el pesar infinito de la muerte de un recién nacido,
como sucede cuando cantan en los velorios de los bebés unas tonadas muy tristes
a las que se conoce como canciones de angelitos. Hace ya muchos años que Luz
Elena no canta en esos velorios porque esa costumbre ha sido ya prácticamente abandonada
en Buta Ranquil y en la mayoría de los pueblos de la zona. Ahora las cantoras
participan casi exclusivamente de las fiestas que conmemoran una fecha patria o
que recuerdan a algún santo, celebraciones populares en las que se tocan
campanas de júbilo y de tanto en tanto se carnean algunos animales para que la
gente coma en las calles. En una de esas fiestas, hace un par de años en Barrancas,
Luz Elena cantó por única vez acompañada de un tañidor, un hombre que se coloca
al lado de la cantora y sigue el ritmo de la canción golpeando con sus dedos en
la caja de la guitarra. El tañidor era un pariente de Provinda Valenzuela, una
cantora de Barrancas de la que Luz Elena se hizo amiga.
Barrancas es un pequeño pueblo
neuquino orillado a la frontera con Mendoza. Provinda Valenzuela vive allí
desde hace veinte años en una casa muy humilde, con cuatro hijos, un par de
perros y un sol cegador que en las tardes de verano deja las calles desiertas.
De su padre ha heredado casi todos sus rasgos físicos, el cuerpo ancho, los
ojos profundos, el cabello negro y una piel suave de tonos cobrizos. De su
madre ha recibido el don del canto y una pila de papeles ya amarillos en los
que hay escritas decenas de letras de cuecas chilenas que ella cantaba cuando
chica. Trastabillando un poco en el lodazal en el que se ha convertido su
memoria, Provinda recuerda a su madre tocando una guitarra que alguien había
improvisado con una tabla de madera y cuatro cuerditas de alambre. Era un
tiempo de mucha pobreza y eso era lo único que uno podía llegar a usar, no como
ahora que todas las cantoras usan guitarras buenas, hechas con madera de nogal
o de caoba, rememora mientras seca con sus manos el rastro del par de lágrimas
que la evocación ha hecho rodar por las mejillas. A sus pies, uno de sus perros
se refriega contra sus piernas como si intentara consolarla. Al pobre animal le
cuelga una pata inútil desde que las ruedas de un auto lo dejaran rengo, hace
de eso como un mes.
Al guardar los papeles escritos
con esas letras viejas que eran de su madre, Provinda piensa en su amiga Luz
Elena. Hace tiempo que no la ve y espera encontrarse con ella en la Fiesta de
las Cantoras que todos los años se organiza en febrero en el pueblo de
Varvarco. Habrá mucha gente, muchos arrieros, mucho baile, muchos chivos asados
y mucha música. Y allí estarán las cantoras de Malargüe, y las de Andacollo, y
las de Chos Malal, y las de Las Ovejas, y las de toda la región, con sus
tonadas, con sus cuecas, con sus guitarras, con sus tañidores, pidiendo
disculpas después de cantar por si han desafinado un poco, recibiendo el
aplauso de los arrieros, de su gente, de los que viven en esas tierras de
inviernos duros y vientos en las montañas. Será una gran fiesta, imagina
Provinda Valenzuela y vuelve a lagrimear. Otra vez ha recordado a su madre.